POESIA
XXXVII PREMIO
HISPANOAMERICANO DE POESIA “DIEGO DE LOSADA”.
La 37 edición del Premio Diego de Losada de
Poesía, tuvo como Jurado a Dña. Esther Mateos Pérez, D. Agustín Castellanos
Miguélez y D. Fernando Ferro Payero. Actuó como Secretaria Dña. María Jesús
Rodríguez Freire. El Jurado concedió
el Premio Diego de Losada 2018 al poeta vallisoletano JOSE LUIS BRAGADO GARCIA,
por su poema “Arpegios de Orate”. El accésit del certamen fue para el poeta
madrileño JUAN MANUEL SECO DEL CACHO, por su poema “Dadme”.
El Jurado concedió además una Mención Especial al poema “La nena chica”,
del autor de Jaén ESTEBAN TORRES
SAGRA.
El ganador del concurso, José Luis Bragado
García, (Valladolid, 1950), ha desarrollado su vida laboral como
técnico-analista. Es un ávido lector desde niño y escribe narrativa y poesía,
con muchos trabajos editados. Además,
ha obtenido más de 180
premios literarios, a lo largo de la
geografía española.
En los Premios Hispanoamericanos Diego de Losada
de Poesía y Fotografía de este año, han colaborado distintas instituciones como:
El Ministerio de Asuntos Exteriores, el Ministerio de Cultura, la Junta de
Castilla y León, la Diputación de Zamora, el Ayuntamiento de Rionegro del
Puente, el Patronato de Turismo de Zamora, el Instituto de Estudios Zamoranos
Florián de Ocampo, Adisac- La Voz, la Fundación José Manuel Lara y el Centro
Etnográfico Joaquín Díaz.
ARPEGIOS DE ORATE
Autor: JOSE LUIS BRAGADO -
PRIMER PREMIO
Si dices la verdad, no la repitas.
Sólo el que miente insiste.
Hay que narrar siempre versos nuevos,
nacer un poco cada día.
Así recitaba por los bucólicos cafés, mientras
los clientes lo miraban con hastío.
No permitas que el tiempo te encarcele
en su círculo mágico. Cada alborada es distinta,
y lo que anoche se te desmoronaba
se eleva con la aurora más radiante que nunca.
El loco, iba esculpiendo sus frases, lentamente.
Con timidez llenaba las tazas de sílabas audaces;
alicortaba la monotonía
incrustando ritmo a la desidia.
Gritaba a veces:
¡El hombre es sólo libre cuando mira adelante!
¡Sólo es feliz aquel que osa imaginar el destino!
Y la clientela, entre bostezos, iba engullendo la letanía
redactada a saltos de rayuela.
El camarero viejo se reía como un niño;
incluso se manifestó a veces, como hombre con hambre,
diciendo: erial, libertad, hoz y jauría,
El poeta loco,
ponía gesto sosegado a su silabario silente.
engrasaba la rueda de la vida, para algunos tediosa;
allí, algunos parroquianos revivían,
se renovaban gracias a las sílabas del
loco:
hijo, libro, árbol, vida…
Si el tiempo fuera un sueño, ¿no sería
la vida un golpe como cuando, huida
la que llamamos realidad, un ruido
cualquiera inventa el hilo de una historia evaporable?
Este bendito silabario, hacía arder la leña
del hogar enmohecido donde mora el alma,
-panfleto párvulo del guiñol de la fantasía-.
Una tarde un guardia le detuvo,
por declamar –según creía- palabras subversivas.
¡Qué lastimosa y penosa es la ignorancia!
Yo le he espiado en la noche
cuando regresaba a casa entre farolas
sorprendidas que fruncían el ceño.
Iba como un loco alegre que versifica
su lozana locura a las estrellas
recitando cuerdas palabras.
¿Y si ocurriera todo de una vez, aunque
fuese necesario disolver las horas,
un súbito relámpago que la alborada
y el ocaso resumen? ¿Y si tuviéramos
que deleznar la vida para entenderla?
El loco recitaba palabras
como si salieran de un cráter,
de la herida candente de un ángel turbulento,
de unos labios de azahar, de una prematura herida
abierta en el corazón del alma.
Un séquito de risas iletradas
le seguía a todas partes, con rumores
de renglones desvelados,
de manos escribanas con dedos apaisados
de ignorancia. Pero lo cierto,
es que él sentía la lúcida complacencia
del que deifica la poesía, pensando
que todo poema en el cielo desemboca.
Cuando murió, un viento luctuoso
con susurros elevados, dejó oír el aroma
de su eco,
y clamó el grito de la tierra mojada.
Y en aquellos bucólicos cafés,
cayó una niebla límpida, pura,
como cortejo vaporoso de versos.
DADME. Autor: JUAN MANUEL SECO DEL CACHO.
ACCESIT
Algo menos de solsticio
y una pizca de equinoccio más, a ser posible.
Dadme, por favor,
más medios,
con virtud o sin ella,
pero menos extremos.
Menos hielos al alba,
más rocío,
menos fríos
y un poco menos de escarcha.
Más calor
de primavera, mucha más
calidez y cortesía
en el pulso del favor humano y fresco aire en el
estío.
Dadme tardes muy serenas
otoñales
y amaneceres de abril.
Más lloviznas en el rostro,
pero menos huracanes
y ciclones.
Más misterios
más gozosos,
Pero menos dolorosos.
Una vida que parezca
menos larga y más amable,
cual si fuera amiga nuestra.
Menos juicios a priori
en aqueste ir y venir eterno.
Menos ideología escaneada y más ideas.
Mucha más previsión, por favor, y menos miedo.
Que la desgracia se canse
de estar siempre con los mismos;
que los contratiempos vengan
en fila de uno y en horario de oficina.
Que le den
al césar lo que es suyo
y no sea mucho más
que lo mío, nuestro, tuyo.
Que los iluminados
empiecen, de una vez, a iluminar.
Que la paz nos llegue con tarifa plana
y nuestro convivir
no sea siempre un sinvivir.
Dadme versos que no aburran
y no inviten a añorar el silencio;
que sacudan, suavemente, la conciencia,
provocándonos
incendios controlados;
que proclamen que hay un mundo
más allá de nuestro ombligo.
Dadme una propensión descontrolada
a comprender a amigos y enemigos.
Dadme motivos o consuelos, esperanzas, gloria y
gozo,
dadme un porqué para todas las cosas,
un cómo, si lo hubiera, un por qué no.
Dadme noches con perseidas,
cometas blancos, brillantes,
y mucha, pero mucha,
luna llena.
Casa con ventanales
y balcones señoriales
con vistas a nada malo;
que no sepa de goteras,
ni corrientes de aire
traicioneras.
Un mundo que me acoja
como si hubiera pagado ya la estancia,
una salud tirando a razonable,
una dieta de postres y licores
y un año sabático
por cada medio de labores
como poco,
o una ocupación,
si puede ser,
que me mueva a perdonar hasta los lunes.
LA NENA CHICA.
Autor: ESTEBAN TORRES SAGRA.
MENCION ESPECIAL
Colgábamos la última cortina
al
contraluz de lo invisible
y el
cielo estaba a reventar de tulipanes
sobre
los cerros impostados
aquella
mañana de septiembre.
La
pintura, roma de azabaches,
espejeaba los muros de los patios.
Habíamos remozado la cocina
con
nuevos baldosines
y el
pretil del pozo, recién encementado,
como
una esfinge elata,
presidía nuestro predio
y
acotaba la curiosidad de los parterres.
Andabas
revoltosa por pasillos
atando
los bigotes del gato con tus trenzas,
al
tacto diestro de sus bisectrices,
moviendo las sillas, ensuciando los pololos,
subiéndote descalza por las cantareras,
limpiando el tranco de la calle
con tu
vestido malva y tus leotardos amarillos.
Velábamos tu juego con las comisuras de los ojos,
atentos
siempre a otras minucias,
pendientes de mil menesteres importunos,
confiados por la costumbre de lo inocuo
en una
casa sin cantos en las mesas,
sin
alcayatas a la altura de los párpados,
sin
enchufes al alcance de tus dedos.
Pero el
destino juega estas pasadas
y tú
eras una niña muy inquieta.
Unos
por otros te ignoramos por completo
durante
un tiempo indefinido, quizás mucho,
hasta
que la abuela interpretó que aquel silencio
era un
mal presagio en alguien tan traviesa
y
pronunció sus miedos en voz alta.
No
supimos por dónde empezar a buscarte
en una
casa tan repleta de resquicios.
No
respondías a tu nombre y las voces iban y venían
por los
estrechos corredores y los muebles
donde
nos topábamos los unos con los otros
en una
prisa de llantos que se pudren
y
piernas impedidas que no avanzan.
Miramos
en el pozo lo primero,
pero el
fondo desmentía la tragedia
con su
guiño de agua transparente.
Luego
salimos a la calle por si alguna mariposa imaginaria
te
hubiese bajado de la acera en un descuido,
pero
tampoco vimos nada.
Subimos
a la otra planta y comprobamos
que
estaban cerrados los balcones.
La
histeria se iba apoderando de los sentimientos
y las
lágrimas se imponían a los reproches
y a las
culpas intestinas y enfrentadas.
Al cabo de una hora te descubrimos
dormida,
debajo
del aparador del bisabuelo,
ajena
al alboroto de tu ausencia,
plácida
en tu sueño semoviente,
y al
instante los fantasmas se perdieron
por la
campana contigua de la chimenea
y por
las rajas de todos los chineros.
Sin
embargo la angustia de aquel día,
aquel
regusto agrio de úlcera enquistada,
perdura
en mí como un misterio desde entonces,
una
extraña conexión de neuronas obsesivas
que
extrapolan mi dolor a los enseres
y hacen
que odie las cortinas, los aparadores
y las
nubes a reventar de tulipanes…